Luces para un invierno ruso
En la película rusa The Ascent (Larisa Shepitko, 1977) podemos asistir a una especie de refundación del expresionismo; tal vez fuera mejor decir que es un viaje hacia la cara oculta del expresionismo, que en este caso no es la que está en penumbra sino la quemada por el sol, como en aquella película de Mikhalkov (y sus dos posteriores y horribles secuelas).
Me resulta curioso comprobar el papel protagonista que, durante la primera parte de la obra, adquiere la nieve (como no podía ser de otra manera en una película rusa sobre la Segunda Guerra Mundial). Las hectáreas infinitas parecen rodear y asfixiar a los dos soldados protagonistas en una especie de aislamiento de la realidad, en un no-lugar donde cada sitio es sitio de paso; todo lugar es el mismo lugar, y a la vez ninguno, y es imposible distinguir una pisada de la siguiente o de la anterior.
Este tratamiento consigue reforzar mucho más la existencia física de los personajes en el plano y en el propio mundo del discurso; cada palabra y cada movimiento adquieren capital importancia; todos ellos son decisivos en sí mismos. Esto consigue una atmósfera expresionista propia de obras de Murnau, pero a la que se le ha dado la vuelta. Expresionismo al revés, no el de la oscuridad, el callejón, la niebla y la noche cerrada, sino un expresionismo a través del blanco, a través del espacio vacío, a través de la luz cegadora del sol, reflejados sobre los páramos de nieve de una Rusia que es ningún lugar en absoluto, un white cube donde los personajes en el plano llegan a ser figuras casi míticas o simbólicas.
El otro punto fuerte de Voskhozhdeniye radica en el estudio del rostro; una indagación, un sumergirse en profundidad en los rasgos del rostro humano, y sobre todo en los infinitos misterios y verdades de las miradas, que nada tiene que envidiarle –y no es moco de pavo- a la exploración del rostro de Jeanne Falconetti que hace Dreyer en La Passion de Jeanne d’Arc (1928).
La ubicuidad de la nieve que hemos mencionado anteriormente desaparece durante la segunda parte de la película; en este momento, la obra se vuelve un vigoroso drama existencialista, donde las conversaciones socráticas al estilo de los hermanos Karamazov conviven con esta exploración, íntima, integral y por momentos aterradora, del rostro de los protagonistas. Siguiendo la estela del propio maestro Dreyer, podemos hablar aquí de la faz del hombre como símbolo de los estados del alma, como la expresión física del espíritu en un proceso de dolor, de cambio, de abandono y de miedo; sobre todo de miedo. El rostro, la mirada, son el principio y el final del laberinto; tal vez son, en sí mismos, el propio laberinto.
Es también un fenómeno constante en esta exploración de la expresión facial, la aparición constante y durante todo el metraje de planos frontales en los que el personaje mira a algo que parece estar fuera de cámara. Todos los personajes principales tienen varios momentos de este tipo a lo largo del metraje, y muchos de los secundarios también; la directora pone un empeño consciente y visceral en mostrar el lado humano en cada una de las cosas que ocurren. Son miradas que mezclan expectación, preocupación, duda, resignación y hasta terror. En ningún momento, como ocurre también en muchas de las películas de los grandes maestros japonesas, como Kurosawa, Ozu o Kobayashi, vemos qué hay al otro lado, en el contraplano de la mirada, por lo que estas miradas adquieren un carácter no sólo simbólico sino también trágico y hasta religioso. Estamos viendo las reacciones de los hombres ante el temor a la muerte, en una mirada podemos saber lo que piensa cada uno de Dios, del destino, de la Guerra y de Rusia, y también de los demás hombres.
Esta mirada, esta pregunta sin respuesta, este grito silencioso, parece ser el único elemento capaz de hacer iguales en un lugar dominado por una profunda injusticia. Sólo en la miseria física y moral nos igualamos. Sólo el dolor y sólo el miedo son realmente democráticos.
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