Israel en moto, un paseo por la línea caliente
Israel está en el punto de mira de la opinión pública. Se llenan los periódicos y telediarios de sesudas opiniones sobre el asunto, uno de los más complejos del Planeta, evacuadas por gente que jamás ha estado allí. Uno, que tiene la manía de recorrer el Mundo en moto, observa estupefacto como estos analistas de salón reparten tan a la ligera lecciones magistrales sobre realidades que jamás han visto ni vivido en primera persona. ¿Cómo puedes opinar sobre un militar israelí si nunca te has encontrado con uno? ¿Qué diantres sabrás de un miliciano de Al Fatáh o de Hizbuláh si en tu vida los has visto sino por la tele? Cuando con ocasión de sucesos criminales, catástrofes de la naturaleza o crisis políticas se habla de Ucrania, Rusia, el Cáucaso, Asia Central, Norteamérica, Siria o Israel no puedo sino pensar que estos plumíferos se refieren a países de pura fantasía.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
Cuando recorrí Oriente Medio en mi BMW GS 1200, visité Siria, Líbano, Jordania, Israel y los Territorios Palestinos. No me llevó allí ningún guía, ONG o parte involucrada en el conflicto. Fui solo, en moto y con un mapa de carreteras. Y con estos ojitos que Dios me ha dado y que querían verlo todo por sí mismos. Por ejemplo, comprobé en directo y desde la misma linde fronteriza cuán falsa es la propaganda estadounidense respecto al régimen sirio, supuesto amigo de los terroristas y ogro perverso contra el que todo bien nacido debería luchar. No percibí sentimiento antioccidental alguno y sí una enorme amabilidad. No sentí tampoco discriminación religiosa. Pude visitar sin dificultades los viejos monasterios ortodoxos de la importante comunidad cristiana del país, como el de San Jorge, y hablar con los fieles, quienes se identificaban como yo, colgando una cruz de su retrovisor. Siria fue el privilegiado solar donde primero anidó el Cristianismo y donde proliferaron santos, ermitaños y estilitas, como el famoso Simeón.
Líbano es un país de bellos paisajes y sucísimas carreteras que nadie parece cuidar. La circulación es un caos. No hay policía de tráfico y sí muchos controles militares. En realidad son de cartón, parecen decorativos y sus soldados, marionetas panchovillescas porque el aparente desorden político y religioso es en el fondo y la forma una cosa muy ordenada. Cada poder fáctico, clan tribal o grupo religioso tiene su propio territorio perfectamente delimitado. El Valle de la Beka es propiedad de los chiíes de Hizbolláh. Sólo 30 kilómetros separan la ciudad católica más importante en un país árabe, Zhale, con decenas de iglesias, de Balbeek, poblado en manos de los peligrosos barbados. Allí se encuentra nada menos que el romano Templo de Júpiter, patrimonio de la Humanidad. Los terroristas lo usan a su antojo para realizar una sangrienta propaganda ante la indiferencia e inacción de los soldados regulares. Mientras, los turistas del ideal venidos en autobuses compran alegres camisetas alegóricas del martirio pulverizando autobuses urbanos.
Para entrar en Israel con vehículo rodado desde el norte, el único paso posible es a través de Jordania, recorriendo el valle del bíblico Jordan, presuntamente militarizado desde los acuerdos de paz del 94. Debería ser una zona muy caliente, estrechamente vigilada y siempre a punto de explotar. La realidad es que los militares árabes sestean en sus garitas ajenos a todo lo que no sean sus propios ronquidos. Cuando llegué a la frontera, el aduanero tenía a sus pies un cajón lleno de matrículas. Los árabe-israelíes cambian las placas de sus coches para cruzar. Temen que se los quemen o vandalicen. Sería curioso que lo hicieran, porque sólo salen del país por carretera los palestinos para visitar a sus familiares del otro lado; ningún judío se aventura por la región sobre ruedas. ¿A dónde podría ir? Todos los países del entorno los repudian.
Mientras espero en tierra de nadie bajo de la moto y tomo una fotografía. Inmediatamente me veo rodeado del Mossad. ¿Qué estoy fotografiando? “El río”, explico enseñando la secuencia. ¿Por qué? “Coño”, contesto, “porque es el Jordan”. No sé si me entienden pero tampoco toman ninguna medida contra mí salvo aplicarme el inflexible reglamento; o sea, registro exhaustivo y larga espera. Mientras las cosas se desarrollan lentamente, observo. En Israel la seguridad fronteriza está en manos de niños. Alistamiento forzoso. Los jóvenes están obligados a realizar el servicio militar pero su aspecto fofo delata que aman más la comida basura que el sionismo. Van a perder la guerra si se siguen ablandando.
Los militares hebreos someten a los viajeros a un interrogatorio completo que tiene aroma a ópera bufa. “¿Ha visitado Marruecos?” me pregunta una chiquilla rubia con uniforme verde oliva y marcado acento ruso. “Sí”, respondo, “Varias veces. Está al lado de mi casa”. “¿Ha visitado algún país árabe?”, insiste. “Sí, casi todos”. “De acuerdo, puede usted pasar”. Uno de los agentes me confiesa en voz baja que él también es motero. En cuanto entro me doy cuenta de dos cosas: el país es aburrido de recorrer por el nivel europeo de sus carreteras y está muy lejos de ser homogéneo. Los musulmanes israelíes se cuentan ya por millones. Y en cuanto a los judíos, los hay de todas las razas y colores. Cuando me detengo a preguntar constato algo que me sorprende: apenas saben hablar inglés.
En Nazareth me alojo en un convento que está lleno de españoles. Unos parecen del Opus u otra secta fundamentalista similar. Todos juntos, familias numerosas, impecablemente vestidos; el otro grupo lo forman desaliñados trotamundos izquierdistas. Han venido a protestar contra la ocupación. A pesar de ello los han dejado pasar. Sin embargo, se quejan continuamente del trato recibido en la frontera, por otro lado muy respetuoso. Y qué diablos queréis, pienso yo, se trata de una de los pasos fronterizos más conflictivos del Mundo. Yo estoy tan alejado de unos como de otros. Voy a salir a por unas cervezas y me advierten las monjas del riesgo de la delincuencia común. Resulta que el país con las fronteras más seguras del mundo tiene un grave problema de pequeña delincuencia, protagonizada por árabes marginados y jóvenes judíos inadaptados.
A Jerusalén se accede a través de una autopista de tráfico intenso. En la ciudad vieja hay legiones de turistas. Turistas, sí, que no peregrinos. Yo, que sí me considero auténtico peregrino, perdóneseme la presuntuosidad, no puedo considerar tal a quien viene en avión como no considero tal al que llega a Santiago de Compostela en coche. La peregrinación hay que sufrirla y a mí llegar de desde Uzbekistán, que fue donde tomé la decisión de venir, me ha costado bastantes penurias.
Los alojamientos más baratos están en el Cuarto Musulmán. El palestino que regenta el Youth Hostel Hebron me dice que los cristianos somos blasfemos porque igualamos a Cristo, un hombre, con Dios. Está bien, lo que tú digas, pienso, pero yo quiero ver donde nació. En los Territorios Palestinos los israelíes tienen totalmente prohibida la entrada. A pesar de que no lo soy, los milicianos de Al Fatáh no me quieren dejar entrar en Belén en moto. La objeción que alegan los del AK47 sobre motivos de seguridad es solo una excusa para que use uno de los taxistas árabes autorizados a acarrear peregrinos y que cobran suculentas tarifas. No me da la gana, contesto. Al final, transigen. Un motero en peregrinación a los Santos Lugares puede ser muy, pero que muy insistente. Pero no es todo devoción lo que encuentro. Además de un obsceno mercado de imágenes y souvenires religiosos, la santísima Iglesia de la Natividad alberga una garita para esta corrupta policía política desde que en la última Intifada usaran el templo como bunker y urinario. Su chulesca presencia allí es ofensiva e irritante.
Regreso al pérfido Estado de Israel sin que los militares judíos hagan siquiera ademán de detenerme. Será porque piensan que los terroristas suicidas no saben montar en moto.. Introducido de nuevo en la autopista nadie objeta por mis maletas llenas de pegatinas de países como Siria o Líbano, oficialmente en guerra con ellos. Al contrario, muchos conductores me saludan. No sé qué pasaría si fuera al revés y paseara por Amman, Damasco o Beirut con la bandera de Israel entre los demás recuerdos y emblemas. Tel Aviv es una ciudad anodina. Hay concesionario BMW aunque también hay quien recuerda que la marca es alemana y que no pocos judíos fueron esclavos en sus fábricas durante la Segunda Guerra Mundial. Comiendo un kebab observo como viejos ricos pasean por un parquecito en un intento de realizar ejercicio físico. La imagen es la misma que se puede ver en los paraísos artificiales construidos en el desierto de California como Indian Wells.
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