De Viena a Berlín en moto con mi madre
Viena, la gran capital europea. Aquí se detuvo a los invasores otomanos y aquí pronunció Hitler un famoso discurso tras la anexión de Austria. Aquí durmió un confiado Napoleón y aquí le traicionó Metternich tras la derrota en Rusia por el General Invierno; aquí se reestablecieron las fronteras europeas cuando cayó el pequeño gran corso y aquí se forjó el Imperio Austrohúngaro para parar los pies a una Alemania unificada. Aquí se acantonó durante diez años el Ejercito Rojo. Y ahora que los vieneses se creían curados de espantos, el último gran cataclismo ha sido la aparición de mi madre yendo de paquete en el asiento trasero de mi motocicleta.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
He cruzado el mundo en moto, desde Irak hasta Zimbabwe. No me considero un timorato, sin embargo, temblé como una hoja cuando oí a mi madre otro lado del teléfono. Tiene setenta y dos años y el carácter de un buldózer. Como siempre, me comunicaba sus planes sin opción alguna a torcer lo más mínimo el fatal designio de la decisión tomada.
—Hijo, he estado siguiendo tu Facebook y me encanta esa ida tuya de viajar en moto por etapas de fin de semana. He decidido que este viernes vuelo contigo a Viena para visitar Berlín.
Yo estaba recorriendo Europa sin vacaciones. Conducía mi BMW hasta un aeropuerto, la aparcaba allí y regresaba en vuelo barato. Estaba narrando estas etapas en mi Facebook. Colgué con aturdida expresión. Tras tan inquietante llamada pensé que las madres nunca debieran leer los blogs de los hijos, que eso era algo de algún modo contra natura. Uno actualiza bitácoras para proyectarse al mundo y no para que el mundo lo proyecte contra su madre.
Los cataclismos es mejor afrontarlos con espíritu estoico. Una vez en la capital austriaca visitamos el palacio del Belvedere. Eugenio de Saboya invirtió una fortuna en erigir ese precioso palacio de inmenso jardín que hoy se puede visitar por diez euros. Quiero ver los cuadros del mortificado Schiele y mi madre los del sosegado Klimt. La famosa pintua de El Beso preside una gran sala alrededor de la cual orbitan manadas de japoneses.
Por la tarde subimos en la noria del Prater para contemplar los puntitos negros que Orson Welles detenía sin remordimientos. Es un lento artefacto de arcaicos vagones de madera que se ha hecho universalmente célebre por la mítica película El tercer hombre, situada precisamente en ese periodo de postguerra en la que Viena estuvo dividida entre los rusos y los aliados durante diez años.
Para cenar, acudimos a una cervecería típica: Salm Brau. Me considero un bebedor resistente, pero mi madre se bajó litro y medio de un lúpulo espeso. Cuando regresamos por las callejuelas empedradas de la ciudad imperial yo iba haciendo eses mientras ella caminaba alegre y pizpireta.
Al día siguiente desperté con resaca y un hambre voraz. En la entrada del comedor del Hotel Imperial Riding School me presentaron un papel a firmar donde se indicaba el precio del desayuno. ¡17 euros y medio! Objeté que mi habitación lo incluía. Tras consultarlo en el sistema informático me informaron de que no era así. La hipoglucemia me hizo rugir de furia.
Conseguí acceder a mi correo y les mostré la confirmación de la reserva. El tipo se encogió de hombros y me dijo con un noto neutro que entonces podía ir a desayunar. Cuando con un enfado considerable me dirigía al comedor me crucé con mi madre que ya había desayunado y zascandileaba por ahí. Le pregunté si acaso no le habían cobrado. Me miró como si hablara con un tontaina.
—Ah. No sé—dijo sonriendo—a mí me han enseñado un papel y yo lo he firmado sin leer. Mientras me comía un estupendo apfelstrudel he pensado que ya te encargarías tú de averiguar de qué se trataba.
Recorrimos la sinuosa zona fronteriza entre Austria y Eslovaquia. A veces estábamos en una, a veces en la otra. A mi madre le llamaba la atención lo bien cultivados que están los campos. Viñas y maíz. Divisamos una gran fortaleza. En plena ascensión nos cruzamos con una multitud de jóvenes tatuados, horadados por metálicos adornos. Era un festival de música electrónica que se celebra desde hace tres años en las estribaciones del Castillo de Falkenstein. Mi madre planteó la posibilidad de quedarnos un rato con esos chicos tan simpáticos, pero yo intuía que su simpatía se la debían al MDMA y no a su naturaleza escultista y bondadosa.
Entramos en la República Checa sin darnos cuenta. Surgió boscosa y primitiva. Real y aún salvaje. Paramos a tomar un café en un humilde villorrio perdido en medio de la nada y mi señora madre se tumbó cuan larga es bajo un árbol. Los clientes de una sencilla terraza bajo una parra amarillenta nos miraban con evidente curiosidad. Para ellos éramos como dos marcianos recién aterrizados en mitad de la verdísima campiña bohemia.
Praga, la gran ciudad orillas del río Moldava. Sobre la moto atravesamos La Praga monumental. Un museo al aire libre. Barroco, precioso, mágico, casi de cuento. Luego, la Praga real, donde viven los ciudadanos comunes que aman, ríen, sufren y trabajan. Un Dédalo de callejuelas empinadas. Se adivinaban pintorescos patios de vecinos detrás de los portales abiertos. En algunos se apilaban grupos de vacías botellas de cerveza Pilsen Urquell, auténtico orgullo local.
Salimos de la capital checa después de un buen almuerzo en el espectacular Café Savoy. Gulash en la mesa y bellas arañas de cristal de Bohemia sobre nuestras cabezas. El paisaje brotó idílico y dulce. Melancolía de prados y campos de cereal. De pronto, encontramos una gran fortificación con foso y poco más allá un cementerio con flores rojas, una enorme cruz y una no menos enorme estrella de David. Era Tarisim, donde se ubicó un terrible campo de concentración alemán en el que se asesinaron miles de judíos checos y eslovacos, muchos procedentes de la cercana Praga.
A 20 kilómetros de Berlín me golpeó una piedrecilla suelta en el centro del ojo. Tuve que detenerme. Escocía, dolía, lagrimeaba, veía borroso, pero debía seguir, seguir como fuera hasta la ciudad, donde mi madre, médico de profesión, consiguió comprar un colirio antibiótico a pesar de no hablar inglés ni alemán. Es como un panzer. Un poco más aliviado salimos a ver la Puerta de Brandemburgo, la impresionante Isla de los Museos y el check point charlie, que no es más que un teatro con actores disfrazados de soldados para hacerse una foto por dinero.
En el lado oriental de la ciudad, donde más dinamismo hay en la actualidad, encontré un hostel. Era un edificio alto, inmenso, soviético. Fue una escuela. Un gran patio y una muchachada internacional. Mi madre deambulaba entre los mochileros vestida con su uniforme negro de motera. Creo que les daba miedo. A mí me lo da. Nos atendió una chica mejicana, Lina. Ofreció un cuarto con dos camas por 30 euros. El dormitorio estaba limpio, tenía una gran ventana que daba a la calle principal y un baño más que correcto. Wifi gratuita, sábanas y dos camas firmes. Un palacio sin detalles innecesarios. Nos gustó inmediatamente.
El hostel tenía un restaurante italiano con mesas en la terraza. La temperatura era agradable y mil lenguas diferentes nos rodeaban. Franceses, ingleses, australianos. Éramos los más viejos pero también los más locos. Pedimos unas pizzas magníficas por siete euros y una botella de Chianti. Mi madre y yo dimos cuenta de nuestro banquete con inusual apetito mientras recordábamos entre risas las anécdotas del viaje. La cálida noche berlinesa se cernió sobre nosotros sin apenas darnos cuenta y el calor del vino nos hizo olvidar que al día siguiera era lunes y que casi de madrugada tendríamos que ir al aeropuerto, aparcar la moto y tomar el vuelo de regreso.
Haciendo cola en el antiguo aeródromo de Shoenfeld, reservado para los vuelos baratos, yo miraba a mi madre con una nueva admiración. Un viaje en moto nunca es cómodo ni fácil. Ella lo había llevado con determinación envidiable. Mientras esperábamos para embarcar me sorprendí a mí mismo examinando con ella el mapa y decidiendo la próxima etapa que haríamos juntos. Y es que las madres nunca deberían espiar los blogs de los hijos; los mayores cataclismos pueden entonces suceder.
El resto del viaje está contado en Europa Lowcost, editorial Comanegra.
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