Cruzando Mauritania durante la crisis de los secuestros
Dakar. La mera palabra ya suena bien. Evoca aventura. Para cualquier motorista es un sueño llegar hasta la capital de Senegal. Decidí ir. Yo estaba entonces preparando entonces el borrador final de mi libro sobre África y consideré que incluir un recorrido por el Sahara completaría el texto y lo haría más interesante dado que ofrecería una visión de las tres Áfricas que existen: la anglófona, la portuguesa y la francófona. Ya tenía la excusa perfecta, lo malo era la situación política con tres españoles secuestrados en Mauritania y todas las advertencias del Ministerio de Asuntos Exteriores en contra de mi proyecto. Pero soy testarudo y siempre creo que los diplomáticos serían más felices si niguno viajáramos.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
Digamos que la verdadera experiencia 1001 comienza cuando entro en la zona conflictiva del Sahara Occidental, al abandonar Al Aioun. Controles policiales y arena. El paisaje es cambiante. Después de haber recorrido unos cuantos, creo que nada es más diverso que un desierto. Especialmente éste. Nunca es igual a sí mismo. A veces hay dunas, a veces cañones, a veces montañas, a veces playa, a veces acantilados. Cruzo el Trópico de Cáncer al atardecer. Dejo Dakhla al otro lado de la bahía y busco un lugar para acampar. Encuentro una vieja torre de vigilancia en ruinas y planto la tienda. Abro una botella de vino y una lata de atún. Un poco de pan y las estrellas.
Entre Marruecos y Mauritania son cinco kilómetros de tierra de nadie. Una sucesión de baches, bancos de arena, señales de peligro de minas y carrocerías calcinadas de viejos coches robados. Los militares mauritanos examinan mi pasaporte. El galpón que les hace de garita está lleno de moscas y hombres aburridos. Suciedad vieja, una mesa coja, tres o cuatro catres con colchones de paja y una tetera quemada. Aquí hay ya muy pocos occidentales. Los que veo están sobrepasados por el calor, la lentitud y el miedo. Viajan en grupo y me miran como a un suicida.
Lo peor de la frontera es el seguro obligatorio que tengo que comprar. Obtenerlo lleva más tiempo que todas las formalidades administrativas. El que los vende dice que Moratinos es un buen ministro. Llevo recorridos en moto más de sesenta países y es la primera vez que encuentro a alguien que conoce un miembro del Gobierno español. No resulta tranquilizador; eso supone que hasta el último mindundi está al tanto de las negociaciones con los secuestradores. Cualquiera que me mire lo que ve son cinco millones de dólares, precio fijado por el mismo gobierno que se supone tiene que defenderme.
Mauritania, desierto perfecto
Mauritania es el país del desierto. El Sahara mauritano es el que ha retratado el cine hasta mitificarlo y convertirlo en un icono antes que en una realidad geográfica. Este desierto es el verdadero océano de dunas doradas que se extienden más allá del horizonte. Abrasado por el sol, es un páramo perfecto en su belleza arenosa. Inmaculado, tórrido e infinito, es también el tétrico desierto de los secuestros de Al Qaeda y el incómodo territorio del calor insoportable y la falta de gasolina. Desde la frontera hasta la capital hay seiscientos veinte kilómetros y una sola gasolinera donde venden súper. A punta de gas y sufriendo un calor espantoso, diviso el logotipo de Total, la petrolera francesa. Es una gasolinera con cafetería y tienda. Un apeadero obligado de autobuses. Pero cuando llego, me dicen que se ha acabado la gasolina. Tal vez mañana llegue el camión. Son las cinco de la tarde.
Quedo allí solo y sin un amigo. No es buen sitio quedarse tirado aquí. Inmediatamente siento que no soy bien recibido. Me siento en la terraza a comerme un bocadillo de atún y tres negros de Malí empiezan a mirarme y hablar en su lengua de mí. Este trío lo que ve son cinco millones de dólares. No soy un temerario. Decidí cruzar Mauritania porque un motorista solitario apenas llama la atención. Viajo discretamente y como una exhalación; cuando el malo quiere darse cuenta estoy a kilómetros de distancia.
El problema es si te quedas mucho tiempo parado en un lugar con gente aburrida a tu alrededor. Entonces das oportunidad a tres cretinos para hacer demasiadas cábalas sobre el provecho que le pueden sacar al inesperado regalo. Eso sí me da miedo. Tal vez sólo planeasen robarme, incluso es posible que en realidad estuvieran hablando del tiempo o de quién ganará la Liga o de si me querían como marido de una de sus hermanas. Puede ser, pero creo haber desarrollado un olfato especial para detectar el peligro, un sensibilidad de la supervivencia, herramienta imprescindible cuando se viaja solo. Y en esta gasolinera siento que no estoy a salvo, que la atmósfera es hostil y que no es buena idea pasar la noche en compañía de estos truhanes.
Estando sumido en tan lúgubres pensamientos oigo el ronco rugido de motor diesel. Es un rumor de esperanza. Un trailer desvencijado con los colores rojos de Coca Cola aparece del norte. Coño, me digo, la chispa de la vida. El camión se detiene a repostar gasoil. En la cabina viajan cuatro mauritanos. Les pido ayuda y ellos sesenta euros. Entre todos subimos la moto. Miro por la ventanilla y presencio una expresión de absoluto estupor en el careto de los tipos de Malí. Mis anfitriones no hablan una palabra en cristiano, pero sé que son los ángeles que necesitaba.
Nouakchott, territorio comanche
El viaje dura una eternidad. El camión circula a 60 por hora. La cabina no tiene asientos traseros. Voy embutido entre personas, trastos varios y mantas sucias. Pero es el paraíso. Se hace de noche y los faros apenas alumbran una carretera estrecha. Las marchas rascan y mis acompañantes hablaban en berebere. Ni una palabra inteligible. Sólo uno dice de vez en cuando: “España mucho OK”. Lo que tú digas, majo. Cada vez que nos paran en un checkpoint me hacen señas para que me oculte. Menos lío, menos papeleo. Cuatro horas después llegamos a Nouakchott. Bajamos la moto y les pago 500 dirhams marroquíes.
Me dirijo al Albergue Sahara. Es un lugar agradable en la calle principal, pero se percibe que el terror perjudica el negocio turístico. El dormitorio colectivo donde arrojo mi impedimenta está vacío. Ceno lata de atún y bebo la media botella de vino que había reservado. Me sabe a gloria. El guarda es un joven malí que prepara té con una maestría envidiable. Trasvasa el líquido de la tetera a los vasos y de los vasos a la tetera. Se pasará así toda la noche.
Al día siguiente salgo a correr por Nouakchott. Una ciudad sobre arena de playa. El suelo está lleno de conchas. Aquí hubo un mar antes de una república islámica. Nadie me saluda; sólo recibo miradas escrutadoras y antipáticas. He viajado por otros países musulmanes y nunca había sentido este rechazo. En Siria, por ejemplo, la amabilidad de la gente es apabullante. La sede de la Unión Europea tiene aspecto de fortín militar, blindada como un auténtico fuerte en territorio comanche. La población nada entre desperdicios, miseria y excrementos de cabra. En el albergue hay tres rusos con resaca. Les cuento que había recorrido Rusia en moto y al final ceden en su antipatía eslava. Viven aquí. Dios sabe haciendo qué.
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