Cómo vender dos coches en África en menos de 24 horas
El día 8 de enero de 2013 llegamos finalmente a nuestro destino. Ese día hubo celebración y despedidas para todos. La mayoría de los compañeros de ruta regresaban a Europa por carretera, en una maratón de kilómetros que, a razón de casi 1.000 diarios, les situaba en casa en apenas cuatro o cinco días. Otros seguían su ruta hacia otros países más al sur y al este. Y luego había unos pocos que, como nosotros, habíamos previsto vender el vehículo y regresar en avión. Se iniciaba, pues, la ardua tarea de vender un Opel Frontera 2.8 TDI del 94 y un Suzuki Santana del 86 en África. Primera tarea: quitarles las pegatinas y matrículas. Siguiente paso: venderlos.
Ignasi Calvo es agente de viajes, músico y diseñador web a partes iguales. Nacido en Barcelona el 1982, es titulado en técnico de sonido y compagina su trabajo como freelance desarrollando proyectos web con la agencia de viajes en moto y aventura GR11 Viajes. Cuenta con numerosos kilómetros en sus espaldas, fruto de sus muchos viajes por carretera.
¿Y ahora qué hacemos?
Los coches, ya sin matrícula ni logos de patrocinadores, listos para ser vendidos.
Era jueves por la tarde y nuestro avión salía el viernes a la una de la madrugada (de la noche al sábado). Un contacto hecho previamente al viaje nos había apalabrado la compra de los dos vehículos pero a última hora no funcionó todo como estaba pactado. No teníamos, entonces, ningún posible comprador ni idea de cómo vender un par de coches a menos de un día y medio de irnos. ¿Y ahora qué hacemos?
La solución es sencilla: ir a comprar souvenirs. ¿Cómo? Efectivamente, no hay mejor manera de conseguir que toda una región se movilice como decirle a un vendedor de souvenirs local que, si desea llevarse una buena comisión, nos consiga comprador para los dos coches. Así empezó nuestra relación “comercial” con Mamadou y los constantes viajes entre nuestro camping y su haima de trabajo, situada a escasos cincuenta metros tras el muro de la piscina, donde también vendía viajes en camello por las dunas que rodeaban el complejo turístico en el que nos hospedábamos.
Mamadou, nuestro ayudante para la venta, con nosotros.
Primeros contactos
Aparte de Mamadou, también nos acercamos al taller del camping, donde mantienen los buggys y las motos de alquiler. Hablar con el mecánico jefe nos proporcionó buena información. Existía un problema legal que impedía formalizar la compra: los coches europeos que llegan aquí, si se quieren legalizar en el país, deben tener máximo 8 años de antigüedad. Aunque como también nos explicó, todo tiene un precio ante la “ley” y, si aceptábamos una rebaja considerable para compensar el pago que luego deberían hacer ellos, podrían considerar la compra. No aceptamos. Les dijimos que estaríamos en el camping hasta que vendiéramos los coches. Mentira, porque teníamos apenas un día, pero nunca es bueno mostrarse apresurado ante posibles compradores. Prisa mata, amigo.
Mamadou no podía entrar en el complejo turístico, hecho que implicaba que para poder contactar con nosotros tenía que avisarnos a señas si nos veía desde fuera. Nosotros nos dejábamos ver por la piscina y, si le veíamos llamándonos, salíamos al exterior a hablar con él. Que no deja de ser un decir, porque ni él ni nosotros hablábamos un francés decente. La conversación era a golpes de voz en varios idiomas y, sobre todo con gestos. Así progresamos en las negociaciones: sin apenas entendernos.
Los coches aparcados en el resort turístico.
Ya el viernes por la mañana, un amigo de Mamadou vino de la capital a ver los coches. Los sacamos del camping y, nada más sacarlos, nos rodearon un montón de espontáneos interesados en comprar. Algunos simplemente picados por la curiosidad, otros con ofertas aparentemente firmes. Uno de ellos, fumado hasta las cejas, nos dijo que la ley de los 8 años le impedía comprarlos y, tal cual lo dijo, se largó a toda pastilla. Mamadou nos aclaró cuál quería que fuera su comisión: la tienda de campaña de cuatro personas de montaje automático. Atónitos ante tal proposición, aceptamos sin dudarlo. Evidentemente, algo más se llevaría, pero ya se lo encontraría.
El amigo de Mamadou, mecánico de profesión, se interesó seriamente por el Suzuki. Con él fuimos hasta el pueblo más cercano, donde tenía un taller. Al llegar, vimos que el mecánico del camping también estaba allí. En el fondo todos se conocen, así que era mejor mostrarse coherente y firme con las ofertas y las estrategias de venta. Negociamos el precio y no llegamos a un acuerdo. Quedamos en que si aumentaba la oferta, estaríamos esperándole en el camping.
¡Vendemos el Suzuki!
El Suzuki Santanta en la playa. Foto de Marc Fortes.
Por la tarde Mamadou nos avisó desde su haima para decirnos algo importante. El mecánico tenía una contraoferta. Nos mostramos firmes un rato pero finalmente aceptamos. Fuimos de nuevo al taller del pueblo acompañados de Mamadou y allí formalizamos la venta del Suzuki por el precio pactado. Billetes en mano, volvimos nosotros cinco y Mamadou enlatados en el Opel. Nos quedaba sólo una tarde para vender este coche, y no teníamos plan porque, según nos decía Mamadou, su posible comprador podía venir al día siguiente. Él no lo sabía, pero ya nos habríamos largado. Le dijimos que era muy importante que viniera esta misma tarde. Le compramos souvenirs, le dimos la tienda de campaña como nos había pedido y más cosas, y se mostró encantado. Quedamos en que nos avisaría cuando el contacto llegara. Seguramente no nos volveríamos a ver.
Negociación in-extremis
A media tarde, y cuando ya estábamos planteando la opción de salir a pasear con un cartel de “en venta” colgando, el recepcionista del camping (que hablaba español) nos contó sobre un amigo suyo interesado en el coche. ¡Milagro! Le dijimos que por favor le llamara para que viniera cuanto antes mejor. Ésta vez jugábamos con todas las cartas sobre la mesa: el recepcionista había avisado a su amigo de que nos íbamos esa misma medianoche, pues le habíamos encargado un par de taxis a él, precisamente. Así pues, nuestra fuerza en la negociación se desvaneció prácticamente por completo. Y para más inri, el comprador apareció a las diez y media de la noche, para forzarnos aún más. Se iniciaba así una interesante negociación en una mesa redonda. Nosotros cinco contra él y sus dos colaboradores. Vamos allá.
El posible comprador era un chico que había residido en Barcelona durante casi siete años y había vuelto a su país de origen tras ver cómo “España estaba muy mal”, según sus palabras. Tras esta interesante presentación, iniciamos. Nos ofrecía menos de la mitad de lo que queríamos por el vehículo, un precio de risa. Ante nuestra rotunda negativa nos preguntó qué haríamos con el coche si llegaba la hora de coger el taxi y no lo habíamos vendido. Quemando cartuchos nada más empezar, pues tenía las de ganar. Le dijimos que lo estrellaríamos contra un baobab, y se rió. Empezó así una intensa conversación en la que pudimos solamente subir 100 euros su oferta, vendiendo así el coche por un precio muy bueno para sus intereses, que eran nada más ni nada menos que sacarse un buen pellizco con su venta en el país vecino. Redactamos a mano un contrato de compraventa en un folio, lo firmamos y recibimos el dinero a cambio, en euros y moneda local. Pese a que se hicieron los despistados, fueron a buscar el dinero que faltaba tras comprobar que no estaba todo. Cuando estuvo todo en orden, cerramos la transacción.
¡Objetivo cumplido!
Los coches en el desierto del Sahara Occidental.
Justo en el momento en el que el recién vendido Opel salía por una de las puertas del camping, a eso de las doce y media de la noche, por la otra puerta entraban los taxis que nos llevarían al aeropuerto. A toda prisa, cogimos nuestras maletas y nos subimos en ellos. Así finalizábamos el último reto de nuestra aventura particular: la venta de los dos coches que nos habían traído hasta aquí a través de una ruta increíble.
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