Experiencias extremas

Atravesando el desierto de Kazajistán

Existe una zona en la geografía mundial de la que la gran mayoría de la gente tiene una idea muy vaga. Una zona blindada hasta hace pocos años, prácticamente inaccesible, remota. Una región que fue elegida por los gobernantes de la URSS para ubicar el mayor cosmódromo ruso, en plena guerra espacial con los americanos. Un enorme secarral estepario en el que se realizaron pruebas nucleares y que condenó a miles de locales a sus secuelas. Hoy, y desde el desmiembre del imperio soviético, es un país independiente, quizás uno de los que más futuro tiene en Eurasia. Pero Kazajistán sigue siendo, en gran parte, un enorme desierto.

Ignasi Calvo

Ignasi Calvo es Músico y diseñador web a partes iguales. Nacido en Barcelona el 1982, es titulado en técnico de sonido y trabaja como freelance desarrollando proyectos web. Otra de sus grandes pasiones es viajar, contando con numerosos kilómetros en sus espaldas.

Cruzando la frontera

Llegamos a Astrakhan, frontera ruso-kazaja, sobre el mediodía. El calor era sofocante pero afortunadamente los trámites fueron rápidos. Si la Rusia de la desembocadura del Volga ya significó un retroceso en el tiempo, cruzar la valla kazaja fue como viajar un poco más atrás aún. Tras ser acosados por los cambistas y buscavidas habituales de las fronteras, seguimos nuestro rumbo. La carretera empezó a deteriorarse, así que decidimos pasar la noche en una gasolinera abandonada de un pueblo perdido. Al día siguiente retomamos la ruta. Nuestro destino era Aqtobe, una de las ciudades más importantes del oeste de Kazajistán. Una distancia que queríamos cubrir en un día. Aún no sabíamos lo que se nos venía encima.

El oeste de Kazajistán

Saliendo de Atyrau, ciudad asentada a orillas del mar Caspio, la carretera estaba perfectamente asfaltada. Apenas ochenta kilómetros rumbo noreste aparecieron los agujeros, las roderas de asfalto derretido, los cráteres, las piedras y la más absoluta devastación viaria imaginable. Cada metro de carretera era un reto: había una buena colección de agujeros, roderas y desniveles varios para escoger dónde te apetecía más partir el cubre cárter o romperte la suspensión. Los locales, resignados ante la absoluta falta de mantenimiento, circulaban por el campo creando caminos a ambos lados de la carretera, surcando la estepa.

Creo que no se puede uno hacer a la idea de lo mal que está este tramo de carretera hasta que no lo vive en sus carnes. Más de trescientos kilómetros en los que los pocos camiones, excavadoras o coches con que te cruzas circulan como buenamente pueden. Algunos encallan, otros revientan ruedas, otros se accidentan… pero ahí están, como espartanos, esperando que algún día el gobierno arregle ese desaguisado post-nuclear. Nosotros fuimos alternando entre los caminos laterales y la “carretera” principal, aprendiendo de los locales. La mejor técnica fue seguir a los camiones a buena distancia, porque a base de ir y volver constantemente conocen perfectamente los mejores tramos. Sin acercarse mucho a ellos, porque la polvareda impide ver nada.

Un refresco en medio del desierto

Agotados de esta carretera infernal, miramos el reloj y consideramos que ya hemos tenido suficiente por hoy. Acordamos parar en la siguiente población que encontremos en esta carretera destrozada en medio del desierto kazajo del norte del mar Caspio. Llevamos más de seis horas circulando por esta vía que ni bombardeada podría estar peor.

Llegamos al pequeño pueblo de Sagiz sobre las siete de la tarde. Decidimos parar en el descampado al lado de un pequeño bar de carretera junto a un taller y un desguace, tras repostar en la gasolinera del pueblo. Cansados, bajamos del coche y nos metemos en el bar. Nos sentamos en unas mesas que visten manteles plásticos con motivos florales, rodeadas de sillas rojas, blancas y amarillas publicitando varias marcas de refrescos bien conocidos. Estamos solos en la estancia y, a mis espaldas, una antigua televisión de pantalla encorvada recibe las distorsionadas ondas en blanco y negro de la televisión nacional mediante una pequeña antena. Nos pedimos unos refrescos y los engullimos, y volvemos a pedirlos. Marc sale afuera a llamar por teléfono y yo me quedo en el bar.

Giro la cabeza para ver la televisión. La camarera, una chica de rasgos kazajos de unos treinta años, espera en la barra tranquilamente a ver si quiero algo más. Somos los únicos clientes. Yo sigo en silencio, intentando entender ni que sea un sólo fonema de la televisión, cosa que no consigo. En un momento entran tres chicos jóvenes dando guerra y piden unas cervezas. Miran por la sala, me ven, comentan algo y se quedan en la barra, aguantándola mientras observan a la chica. Filtrean los tres con ella y ésta no para de ruborizarse y hacer expresiones que soy capaz de entender porque el lenguaje corporal es universal. Cuando ya se han zampado dos cervezas, se queda solamente uno de ellos, que pide otra y sigue aguantando la barra, dándole conversación. Valorando los cientos de kilómetros que separan este lugar habitado del siguiente, y valorando también el pésimo estado de las carreteras que nos han traído hasta aquí, formulo para mis adentros la hipótesis de que aparejarse en Sagiz debe ser una faena. Y este chico está necesitado, porque acaba de pasar detrás de la barra y la está tocando, omitiendo que yo estoy sentado de cara hacia ellos a escasos cinco metros y omitiendo que la madre de la chica está en la cocina, cuya puerta está abierta, a otros escasos cinco metros. La chica sonríe y él también, pero finalmente se retrae y le viene a decir algo así como que no es el momento y que, además, tendrá que trabajárselo un poco más. El chico resiste un poco y ella sigue apartándolo mientras sonríe, pero se acaba la cerveza de un trago y se larga, un poco bruscamente. Ella mira al suelo, se peina y me mira. Hago como si nada y miro el móvil, por mirar algo. Hay cobertura. ¡Qué cosas! Parece que sea una prioridad hacer llegar la cobertura antes que las personas.

La madre de la chica sale de la cocina porque son las seis y media y empieza el serial de televisión. Se sienta en la mesa contigua a la mía, coge el mando y cambia de canal, sube el volumen denotando una sordera parcial e invita a su hija a callar. Me encuentro sólo, agotando mi refresco, de espaldas al televisor, con una mujer de unos cincuenta largos duramente llevados, que no para de eructar y, además, de cuando en cuando escupe en un vaso. No es de mala educación eructar y escupir en su día a día, además está en su casa. De repente he entrado a formar parte de la vida cotidiana de una familia kazaja de la desértica estepa del norte del mar Caspio. Así que ni corto ni perezoso, giro mi silla y me dispongo a ver el serial con ellas. La mujer me mira por un instante y pasa de mí. En los momentos críticos del serial, madre e hija comentan la jugada. Pese a que están hablando en ruso, soy capaz de seguir el guión porque es bastante primitivo, como la producción de la serie en sí. Cuando llevo un rato metido en el trajín y me siento de la familia, entra Marc. Pagamos y salimos.

El mecánico del pueblo

El sol empieza a descender y estamos en el descampado al lado del bar en el margen de una (llamémosle) carretera esteparia remota y desértica. En el otro margen está el pueblo, apenas cuatro o cinco casas. La gasolinera un poco más allá, y luego, la inmensidad del desierto. Nada por hacer, así que desplegamos un mapa de la zona encima del capó de nuestra Citroen Berlingo. Hecho esto, se nos acerca el dueño del taller-desguace, un hombre de unos cincuenta años, bajito, y risueño. Huele a alcohol, pero eso ya no nos sorprende a estas alturas y bien adentrados en los territorios ex-soviéticos. Nos adelantamos dándole la mano y presentándonos. El hombre sonríe y se presenta también. Nos pregunta de dónde somos y empezamos con el guión habitual de Barcelona, Barça, fútbol, Ispania… Le explicamos como buenamente podemos que nuestro destino es Ulan Bator, apuntando en el mapa, y de alguna manera pasamos la siguiente hora “hablando”, teniendo como excusa buscar la mejor ruta. Es increíble como la voluntad de comunicarse puede hacer que nos pasemos una hora hablando sin ni siquiera entendernos más que por palabras sueltas, dibujos, gestos y movimientos.

Aprendemos que los kazajos y los mongoles no se llevan bien; es más, se odian. Nos explica que, de joven, fue hacia Ulan Bator a través de Rusia, por Irkutsk y Ulan-Ude. Nos dice que las carreteras de su trozo de país son una porquería pero que, más hacia el este, la cosa mejora excepto algunos trozos que debemos evitar. Nos explica que le gusta el fútbol y nos lista a sus ídolos, muchos de ellos ya desfasados. A cambio, le explicamos de dónde venimos, a dónde vamos y poco más. Al cabo de un buen rato aparece la patrulla de policía local, le llaman y se va a hablar con ellos. Nos acercamos también a pedir permiso para pasar la noche al lado de su caravana y tanto la policía como él acceden gustosamente, con una sonrisa.

Nuestro amigo mecánico se pasaría las siguientes cuatro horas hablando por teléfono móvil. La primera de esas llamadas tenía nombre femenino y nos dejó bien claro con un gesto bien explícito que si la pillaba… Aquél hombre estuvo cuatro horas conectado con otro mundo, aquello que hay más allá de su pueblo, gracias a que la cobertura telefónica era perfecta, por aquello de que parece que es más importante que lleguen antes los bytes que las personas. No obstante, gracias a este milagro tecnológico puede saber qué ocurre más allá de las cercanas fronteras de su universo diario. Nosotros, en casa, tenemos de todo y al alcance. Aquí la cosa no funciona igual. Quizás algunos viajeros erráticos como nosotros somos de las pocas personas que pasamos por aquí al margen de sus conciudadanos, que son pocos también a juzgar por el muy escaso tráfico rodado que hemos visto durante el día de ruta.

Ocaso

Un enorme sol se esconde tras el horizonte y nos quedamos en silencio mirando el infinito y escuchando la nada a través de la voz de nuestro amigo hablando por teléfono. A las diez y media se apaga la única farola del lugar y nos quedamos sumidos en la tenue luz que la luna casi llena nos aporta. Cuando finalmente cuelga el móvil y se retira a su caravana a dormir, nosotros hacemos lo mismo y mañana, de buena mañana, dejaremos este inhóspito lugar y con ello, a sus gentes y su realidad cotidiana. Nosotros, en cambio, proseguiremos nuestro camino a través de este olvidado oeste kazajo.

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Comentarios

  1. Comentario by Rafa Lafuente - septiembre 17, 2012 11:50 am

    Muy bien narrado!
    Por que tras leer una descripción como esta nos apetece salir disparados para allí cuando debería ser al reves??? :-)

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  2. Comentario by koper - septiembre 17, 2012 05:15 pm

    juer, menuda cronica mas chula, felicidades!

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  3. Comentario by ignasi - septiembre 17, 2012 06:33 pm

    ¡Gracias Dave & Rafa! Tu mejor que nadie, Rafa, sabes la respuesta a esa pregunta… jejeje! ;)

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  4. Comentario by Javier Costas - septiembre 18, 2012 12:51 pm

    No has dicho con qué vehículo lo has hecho… me pica la curiosidad XD

    ¿Qué tal de velocidades medias?

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  5. Comentario by ignasi - septiembre 18, 2012 03:36 pm

    hola javier! lo hicimos con una citroen berlingo, la que sale en la 1a foto. velocidades muy lentas: medias de 30 km/h aproximadamente. en moto estoy seguro de que se hace más rápido: es más facil pasar un sólo eje que dos ejes paralelos por ese terreno ;) saludos

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  6. Comentario by De Barcelona a El Pont de Suert offroad - diciembre 05, 2012 10:20 am

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