De Barcelona a Mongolia en 22 días y 11.111 kilómetros
Corría la primavera del 2009 cuando en una charla de bar como otra cualquiera, mi amigo Marc comentó que había visto por televisión una noticia acerca de un rally benéfico que consistía en conducir coches de baja cilindrada desde Europa hasta Mongolia para luego donarlos allí en subasta para emplear el dinero de las ventas en proyectos de desarrollo local. Una especie de autos locos actualizada, con componente benéfica. Una aventura en toda regla, pues implicaba recorrer miles de kilómetros por algunos de los países más inhóspitos del planeta. Entre risas y copas surgió la idea de participar al año siguiente. Pese a que al principio nos lo tomamos a broma, de alguna manera fue ganando fuerza poco a poco. Así que sin pensarlo mucho nos inscribimos en el Mongol Rally en la edición 2010 bajo el nombre de From Lost To The River. Porque desde el mismo momento en que formalizamos la inscripción, ya no había marcha atrás. Así que de perdidos al río.
Ignasi Calvo es Músico y diseñador web a partes iguales. Nacido en Barcelona el 1982, es titulado en técnico de sonido y trabaja como freelance desarrollando proyectos web. Otra de sus grandes pasiones es viajar, contando con numerosos kilómetros en sus espaldas.
Primer paso: conseguir vehículo
Para esta aventura nos acompañaría una furgoneta mixta a la que bautizamos con el nombre de Mongoleta. La compramos de segunda mano bajo la mirada escéptica de todos. La duda de que fuera capaz de cruzar vastas estepas centroasiáticas y los caminos de cabras de Mongolia flotaba en el aire. Así que nos dedicamos a prepararla para que, al menos, la travesía fuera cómoda. ¿Cómoda? Sí, porque afines a nuestra filosofía de perdidos al río, dedicamos más esfuerzos al comfort en ruta que no a la equipación para vadear ríos, conducir por pistas de tierra y demás offroad en general. Un simple cubercárter que se convertiría en imprescindible fue lo máximo que equipamos por fuera a la Mongoleta para esta aventura. Ni suspensiones, ni mejores ruedas, ni nada más, aunque por dentro todo eran comodidades: doble piso en la caja de la furgoneta para cargar debajo y dormir encima, transformador de corriente con enchufe, rejas para almacenar en los laterales… Una auténtica casa rodante de serie con la que pretendíamos transitar algunas de las peores carreteras del mundo con un simple cubrecárter extra. Quizás no lo conseguiríamos, pero dormir, dormiríamos bien a gusto.
Segundo paso: preparar la ruta
Existen tres posibilidades, a grandes rasgos, para llegar a Mongolia en coche: la ruta sur (a través de Turquía, Iran, Turkmenistan, Uzbekistan, Kazajistán y Rusia), la central (yendo por Ucrania, Rusia, Kazajistán y Rusia de nuevo) y la norte (cruzando Rusia por la carretera Transiberiana para entrar a Mongolia por el noroeste). La organización del rally obliga a los participantes a entrar en Mongolia por la frontera noroeste de Tashanta o la norte cercana a Ulan-Ude, así que cualquier intento de entrar por China, a parte de prácticamente imposible por las restricciones del gobierno comunista y la geografía, lo descartamos de inmediato. Por motivos de tiempo escogimos la ruta central, que suele ocupar una media de 20 días en hacerse. Formalizamos nuestros visados para Kazajistán y Mongolia y obtuvimos una carta de invitación para Rusia, con lo que pudimos obtener el visado de doble tránsito para ese país. Con la burocracia resuelta y el vehículo listo, todo lo demás era secundario, así que…
Tercer y útlimo paso: ¡arrancar!
El 8 de agosto de 2010 arrancamos el motor de la Mongoleta para cruzar Europa a la velocidad de la luz. Tan rápido fuimos que en Croacia tuvimos que cambiar la junta de culata, al haber conducido casi sin parar con las ánsias de llegar a Rusia. Un par de días de descanso en un pueblo croata mientras reparaban la furgoneta y nos pusimos en marcha de nuevo, alcanzando Ucrania en menos de un día. Allí notamos el primer cambio sustancial a nuestro alrededor. Las fronteras son auténticos muros contenedores de realidades, y cruzar la frontera ucraniana fue uno de los cambios importantes en el viaje. Un pasado soviético que, pese a que ya parece lejano, ha dejado huella en las formas, las gentes, el campo, las construcciones, los vehículos las maneras de hacer… Viajando por carretera pudimos observar esos cambios a medida que circulábamos hacia el este.
Ucrania y Rusia
Nuestro primer encontronazo con las fuerzas de la ley ucranianas fue en una autovía, donde un agente nos detuvo por una supuesta infracción de exceso de velocidad. Habíamos oído voces sobre los procedimientos de la policía ucraniana, y pudimos comprobarlo en nuestras propias carnes. Quisimos grabar de escondidas el momento pero el agente enfurecido nos cazó y nos confiscó la cámara, empuñando la pistola ante nuestra negativa. Tras conseguir que nos la devolvieran, borrando las pruebas del delito en la videocámara, nos pidieron 200 dólares por solucionar el “problema”, bajo amenaza de devolver a España mi carné de conducir. Nuestra negativa hizo que el precio bajara automáticamente a 100 dólares. Entendimos que estábamos regateando la corrupta propina de los agentes, así que aceptamos. Fuimos a buscar el dinero y me indicaron que lo dejara sin que se viera en la guantera del coche de policía. Lo que ellos no sabían es que sólo se llevarían 21 dólares. Nos largamos rápidamente. Hasta nunca.
En un par de días llegamos a la frontera rusa. Conseguimos pasar sin muchas complicaciones, pero nuestra entrada en Rusia fue en sábado por la noche, sin rublos ni gasolina, y sin conocimientos de ruso. Para colmo, no aceptaron tarjetas de crédito en ningún lugar. Decidimos dormir y al día siguiente ya veríamos. Nuestra prioridad era cargar combustible y conseguir dinero. Lo primero lo conseguimos tras repostar sin preguntar, porque en todas las gasolineras que preguntamos no aceptaban tarjetas. En una de ellas simplemente repostamos y mágicamente aceptaron el pago con plástico. Y en un mercado local obtuvimos lo segundo, dinero. Una amable chica nos condujo hasta un cambista que nos aplicó el tipo de cambio que buenamente quiso. Pero a cambio obtuvimos los preciados rublos. Ya estábamos listos para seguir la ruta. Esa noche dormimos en Volgogrado, tras visitar la ciudad y descansar merecidamente.
Cruzar fronteras empezaba a ser algo cotidiano. La siguiente era la frontera con Kazajistán por la localidad de Astrakhan. De nuevo la pudimos cruzar sin muchos problemas, aunque en la parte kazaja tuvimos que dejar souvenirs y negociar muy duramente el seguro de conducción. Tras estos trámites, ante nosotros se presentó la desértica estepa kazaja. Una carretera secundaria rodeada de tierra, matorrales resecos y pozos petrolíferos. Los camellos correteaban por todos lados y descansaban sobre el asfalto. La noche nos alcanzó y dormimos en una gasolinera abandonada que encontramos frente a un tramo de carretera donde perdimos el soporte del cubrecárter. Las carreteras empezaban a deteriorarse. Al día siguiente seguimos hasta Atyrau, la siguiente ciudad en ruta, donde pudimos reparar el daño gracias a la amabilidad de dos mecánicos que no quisieron cobrarnos por el trabajo. Tras cargar comida y agua, encaramos la carretera hacia el desierto. No teníamos ni idea de lo que nos esperaba.
Cuando el mundo se olvida de ti
El desierto terroso ya nos rodeaba hasta donde la vista alcanzaba y el tráfico empezó a disminuir. De repente, la carretera terminó. Ante nosotros habían baches, agujeros y piedras, dejando un camino prácticamente intransitable. Volvió a romperse el cubrecárter y lo atamos con una cuerda. Tuvimos que alternar durante 300 kilómetros el circular por la vía principal, destrozada a más no poder, con circular campo a través por los laterales, como vimos que hacían los escasos locales. Es una auténtica locura el estado de abandono de esta región. Es como si el mundo se hubiera olvidado de ella. La noche cayo en medio de este desaguisado y acampamos bajo la enorme luna llena en un diminuto pueblo condenado a sufrir este infierno por ambos lados. Al día siguiente conseguimos llegar, destrozados y cansados, hasta Aktobe, donde un buen hotel nos devolvió las energías. Decidimos variar nuestra ruta dirección norte, para evitar las terribles carreteras que nos decían seguían hacia el sur este, hacia el extinto mar de Aral. De esa manera pudimos, en dos días, cruzar el país para plantarnos en su capital, Astana.
Las infernales carreteras del desierto kazajo
Astana, un espejismo en el desierto
La nueva capital de Kazajistán, Astana (que no significa más que “capital” en kazajo), es una ciudad de mucho asfalto y edificios de arquitectura snob. Una imposible mezcla de tendencias vanguardistas, desaires soviéticos y arte oriental, articuladas por ríos de asfalto de anchura hiperbólica y escaso tráfico. El avance del capitalismo y toda esa historia que ya conocemos. Es una ciudad que ha ganado terreno a la estepa a base de asfalto, ladrillo y cristal. Cuando se llega a los límites de la ciudad, ésta se acaba de golpe y hasta la nueva ampliación de presupuesto no crece más. Es una ciudad irreal: parece que todo ha sido construido desde cero en la última década. Todos esos dólares que tanto faltan en el oeste del país, y que allí se generan, están aquí rascando los cielos con formas arquitectónicas psicotrópicas fruto de proyectos con presupuesto en blanco. Visitar Astana nos dejó sensaciones encontradas: por un lado era bueno ver a través del filtro occidental que el país parecía prosperar, pero por otro lado también pudimos constatar cómo ese progreso era en términos capitalistas y estaba muy concentrado en una región.
Monumento en Astana
Siberia y las montañas de Altái
Nuestro siguiente hito en la ruta era entrar en Siberia, que apareció ante nosotros tras cruzar la frontera noreste en la localidad de Semey, antiguo campo de pruebas nucleares soviético. La imponente taiga rodeaba la carretera de acceso a Barnaúl, donde pasamos nuestra primera noche siberiana. Por un descuido, seguimos la ruta en dirección equivocada hacia Novisibirsk, la capital de Siberia. Este pormenor nos permitió ver por casualidad el tren Transiberiano pero nos obligó a deshacer nuestros pasos de nuevo hacia Barnaúl, antes de entrar en una de las regiones que más ganas tenía de visitar, las denominadas montañas doradas de Altái.
Este macizo montañoso es la antesala de Mongolia. La única carretera que lo cruza finaliza en este país, en una de sus fronteras más inaccesibles, por lo que la región no está masificada. Atravesamos enormes prados verdes rodeados de majestuosas montañas. La altitud convertía el paisaje en una postal alpina, con pequeños bosques aislados. Se podían ver claramente los pliegues de la montaña con una nitidez sorprendente. El cielo era azul cristalino y el río Katun se tornó pequeño y serpenteante, salpicado de isletas arboladas, cruzando minúsculos pueblos de casas de madera. Estas tierras de chamanes han estado habitadas desde los albores de la humanidad, y aún y así parecen solitarias y deshabitadas. La vida en estos pueblos tiene aires de desasosiego y mucha tranquilidad. Las vacas pacen tranquilamente y descansan en el asfalto sin inmutarse lo más mínimo ante el paso de los esporádicos vehículos. Tenía entendido que el macizo de Altái era bello, pero estaba superando con creces mis expectativas. Esa noche acampamos junto al río acompañados de grupo de rafters rusos que nos invitaron a cenar y a compartir velada con ellos. Al día siguiente, antes de partir, visitamos con ellos los petroglifos, inscripciones en la piedra realizadas por los primeros habitantes de esta región. Les agradecimos enormemente su hospitalidad y, tras intercambiarnos emails, proseguimos con la marcha. Mongolia estaba a menos de 200 kilómetros. Costaba creer que estuviéramos a punto de llegar…
Montañas de Altai, haciendo frontera con China
Última frontera
El majestuoso altiplano de Ukok es el último paisaje antes de entrar en el país de los nómadas. En la frontera nos encontramos con varios participantes del rally, con quienes pudimos intercambiar impresiones, así como otros aventureros y viajeros: un español y una pareja húngara en bicicleta, algunos motoaventureros, y también familias locales en tránsito de un país a otro, con todas sus pertenencias encima. Tras un día entero esperando los trámites en el recinto aduanero, pudimos por fin pisar terreno mongol. Por fin ahí estaban, ante nosotros: las inexistentes carreteras de Mongolia. ¡Vamos allí!
Mongolia
Aún recuerdo intensamente la increíble sensación de inmensidad que nos brindó este país. Conducir por Mongolia es una experiencia única. Y esto es así por varios motivos. Por los caminos, que varían entre pistas rápidas de arena o grava a trozos de caminos de cabras agujereados. Por los ríos, que tuvimos que cruzar con nuestra inexperta Mongoleta (con éxito). Por el increíble paisaje y la nitidez de su atmósfera. Por el azul cobalto de su cielo: ese azul es inolvidable. Por los valles infinitos de cientos de kilómetros de ancho y largo. Por sus gentes, las yurtas aisladas, con niños saliendo al paso a saludarnos. Por la soledad. Por un sinfín de cosas.
Cruzando un río en el desierto del Gobi
Nos llevó cuatro días cruzar Mongolia en su totalidad, cuatro días en los que disfrutamos de la conducción campo a través y disfrutamos también contemplando la tierra de uno de los primeros pueblos nómadas que pueblan el mundo. Al margen de las ciudades, que no son muy grandes, no hay nada urbanizado en todo el país. La tierra no pertenece a nadie y la gente que aún vive de manera nómada y no se ha asentado en alguna de las las ciudades de triste aire soviético, pueden instalarse donde les plazca. En medio de la nada puede aparece un ger, la casa típica de los nómadas, con su familia, su ganado, sus caballos, motos e incluso su camión, su parabólica y sus teléfonos móviles. Los avances tecnológicos alcanzan a todos por igual, aunque se encuentren en el lugar más remoto del planeta (eso sí, con cobertura telefónica).
Niños jugando en un poblado en el Gobi
Finalmente llegamos a la capital, Ulan Bator, nuestro destino en el viaje, no sin antes pinchar una rueda a escasos cien metros del peaje de entrada a la ciudad. Entramos en la capital a través de sus barrios periféricos, abrimos la ventana y empezamos a gritar “hello” y a saludar a todo el mundo. Nos miraron extrañados pero qué narices, esta era nuestra fiesta. Habíamos llegado. Estábamos en Ulan Bator… ¡en Mongolia!. Habíamos recorrido Europa entera y la mitad de Asia en coche para plantarnos aquí y acabábamos de llegar. 22 días y 11.111 kilómetros después de salir de Barcelona, estábamos entrando en Ulan Bator en un cálido y soleado 30 de agosto de 2010. ¡Misión cumplida!
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