Quebrantahuesos, la épica del cicloturismo
Si de algo puede presumir un amante al ciclismo es de tener, entre sus trofeos, el diploma de participación en la mítica Quebrantahuesos, quizá, una de las marchas más emblemáticas en el calendario cicloturista. Puede que no sea la prueba más dura, con las rampas más escarpadas, pero no me cabe la menor duda de que es el día para el que muchos llevan tiempo entrenando, el día en el que pedalearán con un ímpetu inusitado, entre la nada desdeñable cifra de 9.000 compañeros.
Pedro Ruiz es Licenciado en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte. Además posee una maestría en ciclismo e imparte clases de ciclo indoor. Acaba de ser fichado por el equipo vitoriano Frutas Ederra para competir en categorías master.
Tras años sin competir ni entrenar con un objetivo claro, sólo bastó un pequeño empujón de mi amigo de fatigas Javier para inscribirme en lo que iba a ser el gran momento de la temporada para mí. En él me reencontraría con el ciclismo más puro, en él recobraría la ilusión por la carretera, los entrenamientos. Por suerte, el sorteo previo me deparó un lugar en la línea de salida, algo ya de por sí extraordinario, cuando más del doble de inscritos se quedaron sin plaza. Al parecer, nadie quiere faltar, año tras año, a su cita con los Pirineos.
Ya en Sabiñánigo, todo eso quedaba atrás. Por delante, 207 kilómetros y más de 3.000 metros de desnivel acumulado. Durante la semana previa, pese a estar ya en junio, las predicciones meteorológicas auguraban lluvia y frío, lo cual no es de extrañar si recordamos que la ruta se adentra en pleno corazón de la cordillera montañosa que separa España de Francia. Esa incertidumbre me provocaba cierto nerviosismo que pronto advirtió mi mujer Virginia, quien, si dudarlo, me lanzó una pregunta que me marcó toda la prueba: “Pedro, si vienen mala dadas, llueve, tienes avería o desfalleces, ¿serás capaz de retirarte?” Aunque respondí afirmativamente, los dos sabíamos que no.
Unos muchos locos
El día de la carrera, la mañana amaneció preciosa. Eran las 7 y, aunque el tiempo era fresco, el sol asomaba tímidamente en el horizonte. Todo invitaba al optimismo. El ambiente era espectacular. 8.500 participantes, 4 helicópteros, decenas de ambulancias, motos de la gendarmeria francesa (la mitad de la prueba discurre por tierras francesas)… La infraestructura del evento apabulla por sí mismo. Sin dilación, y casi sin enterarnos, el pistoletazo de salida nos arrojó al asfalto con el compartiríamos unas cuantas horas. Estos primeros kilómetros son rápidos, en los que el nerviosismo provocó alguna caída que, afortunadamente, libramos.
A buen ritmo, comenzamos la subida al Somport, puerto cómodo, que se sube con las fuerzas todavía intactas y muchas ruedas a las que seguir. Mi compañero, Javier, me fue frenando: “Dosifica, dosifica”. El camino es largo e ir demasiado fuerte al principio puede condenarte en las rampas del temido Marie Blanque. Conforme nos acercábamos a la cima, hicieron acto de presencia las nubes, primero, después la niebla e, inevitablemente, la temida lluvia. Algunos, bastantes, se dieron la vuelta.
Contra viento y marea
Bajo el paraguas, el público insuflaba ánimos a los ciclistas, entre comentarios sobre la tromba de agua que caía en el lado francés. Antes de iniciar la bajada tuvimos que echar mano de la única ropa de abrigo que llevábamos, un fino chaleco que, al menos nos protegería del agua. Sin embargo, la lluvia arreció y la visibilidad se limitó a poca más de 3 metros de nuestra rueda delantera, todo un peligro que invitaba al abandono, como me sugirió más de una vez Javi. Somport es una bajada “Tour”, larga, con buen asfalto, pero no falta de peligro. No en vano, las ambulancias comenzaron a pasar hacia un lado y hacia el otro por las múltiples caídas que provocaban los charcos formados. Nos miramos, pero ninguno dijo nada.
En la aproximación al Marie Blanque, formamos un grupo de 15 ciclistas que a penas podíamos circular “a rueda”, el viento y la lluvia entraba por todos los flancos, y la velocidad agravaba la sensación de frío y malestar. Estaba deseando comenzar la ascensión al Marie Blanque, al menos para entrar en calor.
Tras apartarnos de la general, empiezan las rampas de este puerto fuera de categoría. El silencio se hizo en la carretera, únicamente la respiración agitada de los ciclistas rompen la paz de la montaña. El pulsometro, disparado, pero el momento nunca lo olvidaré. Únicamente con cuatro grados de temperatura, bajo la fría lluvia, el afán por terminar la prueba hizo que no me retirara aunque llegó un momento en el que tuve que accionar los cambios con mi mano izquierda porque en la derecha perdía sensibilidad en las dedos.
Al fin llegó el Portalet, el puerto más temido. 30 km de ascensión que, con el cansancio acumulado en las piernas, es siempre determinante. La lluvia cesaba y aparecieron en mí sensaciones positivas. Javier y yo nos despedimos hasta la meta. La ilusión, ver la meta menos alejada, me dio los ánimos suficientes como para, además de acabar la prueba, pedalear con fuerza y subir el ritmo. Algo que, en Portalet, no es difícil cuando un pasillo de aficionados te jalea como si fueras el primero, cuando te hacen sentirte como un verdadero héroe a punto de acabar su gesta.
Recompensa para el guerrero
La bajada del Portalet es noble, con curvas abiertas y bastante visibilidad. Al pasar al lado Español el sol apareció, creo que quería darme la bienvenida, y también ánimos. Lo mejor de todo: empecé a sentir las manos, estaba entrando en calor y cada vez me encontraba más fuerte. La Hoz es un puerto de carretera estrecha, bacheada, con muchas curvas, revirado, precioso y lleno de gente, se me hizo fácil, pese a llevar más de 150 kilómetros en las piernas.
Tras la Hoz de Jaca, encontré un llaneo, con viento en contra, en el que, pese a ir completamente vacío de energía, pude pedalear con la ilusión de quien está a punto, no sólo de conseguir su pequeño gran reto, sino, además, de hacerlo con las condiciones más adversas que podía imaginar. Al fin, la meta. Una línea que supuso para mí reencontrarme con el ciclismo e incorporarlo a mi rutina diaria, como una forma de vida, pese a lo extremo que llega a ser en ocasiones.
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